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| Hoy no hay eclipse | |
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Nimphie
Cantidad de envíos : 13 Edad : 35 Localización : Arkham Avenue Fecha de inscripción : 13/10/2008
| Tema: Hoy no hay eclipse Dom Oct 26, 2008 7:42 am | |
| Este es el cuento que hice para la Antología de Relatos Homoeróticos Vol II Lo pongo en dos posts, porque tiene 15 hojas en Word. Adverts: SLASH LEMON MUERTE DE UN PERSONAJE Espero que les guste - Spoiler:
ESTA NOCHE NO HAY ECLIPSE
Te había amado sobre el fuego sagrado, bajo los eclipses de luna y entre las aguas del Nilo. Había saboreado la sal de tu piel, el azúcar de tus labios y el veneno de tu sangre. Me había embriagado de ti, de tus miradas ansiosas, de tus caricias frenéticas, de tus suspiros robados. Me había alimentado de ti, por medio de una ósmosis preciosa y urgente, sinuosa y ardiente. Te había bebido la vida tantas veces, que ya me era imposible recordarlas todas. Te había hecho el amor frenéticamente en la Cámara regia de la pirámide de Keops, cuando sólo eras un vulgar saqueador de tumbas. Cuando fuiste un soldado persa, te sorprendí en Macedonia y abusé de tu cuerpo tanto como me lo permitieron tus más bajos instintos y tus ávidos apetitos de joven macho ansioso de ser saciado. Recuerdo que siglos más tarde naciste ciego. Y me deleité con tu tierna inocencia, con tus tímidos y vagos gestos, con tus caricias indecisas y tus besos desorientados. Amé el dulce brillo de tus ojos vacíos, el delicado ondular de las palabras entre tus labios, y la perpetua pero inequívoca frase que siempre me decías en ese momento misterioso que se abría paso entre la noche sibilante como el agua por el Jordán... cuando me pedías o me suplicabas o me exigías que diera rienda suelta a eso que siempre tuvo como objetivo satisfacernos a ambos. Y cómo no hacerlo, si eso era lo que tu corazón, tu sangre y tu alma pedían a gritos, cantándole al eclipse, al fuego y al Nilo. Siglos más tarde, fuiste esclavo en un feudo. Habría matado por yacer contigo sobre el altar de la catedral, pero tuve que conformarme con verte sollozar sobre un sucio colchón de paja, retorciéndote bajo mi intempestiva pasión mientras las velas arrancaban a tus ojos destellos de diamante, tiñendo tu piel de dorado; mientras el sudor resbalaba de tu frente como almíbar y todo tu ser estallaba en una sofocación trepidante, embriagadora y aguda. Descubrirte entre los bellos y famosos torsos morenos del otro lado del océano no me significó ningún esfuerzo. Brillabas por encima de la noche como el faro de Alejandría, te alzabas victorioso como el Coloso de Rodas. Me observaste con tus ojos oscurísimos y tus rizos flotando entre la negrura. Te ofrecí mis labios en una lasciva propuesta y los aceptaste con un apetito tan voraz que por un momento pensé que sería devorado vivo por esa afanosa boca tuya que con tanto anhelo me invitaba a la lujuria. Acepté tu oferta y esa noche bebí la sangre de tus venas morenas, mientras el fuego sagrado crepitaba y el pom de los dioses perfumaba la selva con un magia electrizante y distinta. Bebí tu néctar directamente de su manantial de ardiente y deseosa carne masculina, respiré de tu boca, morí entre tus labios y resucité como el fénix entre las cenizas de tu muerte. Eras mío otra vez. Eras mi sacrificio, mi alimento. Y siempre nacías hombre, deleitándome con el intoxicante sabor del destino que siempre me regalaba una nueva consumación de mi pecado. Pecado al que te entregabas gustoso, con los brazos abiertos, los sentidos desordenados y el cuerpo dispuesto. Con tu sangre burbujeando, tu corazón sacudiéndose vigoroso y tu alma transformada en un Bucéfalo salvaje, suplicando ser liberada de esa jaula aristotélica que era mi jardín de las delicias: tu cuerpo. Tu cuerpo estremeciéndose sobre el arena y bajo los ojos de los dioses de Egipto; tu cuerpo de guerrero, exigente y bullicioso; tu cuerpo dócil y tierno, suave y pequeño, del niño que jamás había visto el sol; tu cuerpo de vasallo rebelde, diezmado por el trabajo del campo, fragante a hierbas húmedas y a primaveras descalzas; tu cuerpo de sirviente de los sacerdotes mayas, pintado con la sensualidad de tus formas y la exquisitez de tus gestos. Siempre habías despertado en mí los anhelos más profundos y oscuros, más vergonzosos y venéreos. Jamás te negabas a mí y yo siempre te encontraba apetecible. Gocé de ti tantas veces que estoy seguro de que los demonios juegan a apostar dónde te encontraré a continuación, cómo será tu rostro, el color de tu piel, el timbre de tu voz, las deseables pinceladas de tus labios y las redondeces de tu cuerpo. Y tengo la seguridad de que disfrutan vernos jugar, vernos actuar, vernos repetir una y otra vez el pecado que nos condenó a esta existencia eterna y a la vez efímera. Porque yo vivo sólo cuando tú vives, renazco sólo cuando oigo tu corazón latir al mismo ritmo que el mío y remonto vuelo cuando percibo la ebullición de tu sangre, el clamor de tu cuerpo y la súplica muda de tu alma. Y tu sangre quiere alimentarme, tu cuerpo, pertenecerme y tu alma, emprender la huida. Y yo quiero que me alimentes, quiero hacerte el amor de nuevo, quiero matarte lentamente con mi pasión y mi pecado. Quiero verte abrazar la muerte, que le hagas el amor sin miedos, que por fin te decidas a hacerme compañía y burlar al pecado de utilería que nos condenó a la separación que violamos una noche cada cien años. Quiero verte ser perfecto. Quiero compartir la oscuridad contigo y poder rememorar todas las escenas de la obra de teatro que ha sido esta existencia fragmentada. Deseo más que nada que te convenzas de mi amor y que mis sentimientos van mucho más allá de la rebeldía o la lujuria. ¿Cómo explicas si no que haya recorrido cinco continentes, siete mares, miles de noches? Miles de noches siguiendo el trémulo rastro de tus huellas, persiguiendo cual sabueso tus aromas más privados, imaginándome contigo bajo las sábanas de un lecho, sobre un colchón sudado, arropados por la luna y las tinieblas. ¿Cómo puedo convencerte, entonces? ¿Qué debo hacer para que respondas a mi súplica de amor con algo más que mera pasión desatada y desesperadas ansias de muerte? No voy a obligarte a que me ames, pero tampoco voy a rendirme. Voy a seguir siendo el guardián de tus suspiros, el vigilante de tus sueños y el que ahuyente tus pesadillas. El que te despierte una noche y te ofrezca lo que deseas. Y que, como siempre, tú aceptarás con premura.
Y es ahora, cuando el aroma a altares y rosas marchitas se hace cada vez más rancio, cuando los hedores de la tumba y el llanto de la luna me despiertan de mi letargo de cien años. Has nacido una vez más y el momento ha llegado. Mi momento. Nuestro momento. Mi amor, ríndete ante los brazos de tu eterno amante y asesino. La noche se percibe fresca y serena y la luna cuelga por entre las ramas de los árboles del cementerio. Hoy no hay eclipse, hoy la luna quiere espiarnos y delatar a los demonios de nuestro encuentro. Quiere susurrarles al oído obscenas frases que revelarán su envidia. Porque esta noche no hay eclipse. Quisiera ver mi reflejo en algún sitio y saco de entre mis ropas el pequeño espejo que siempre guardo para estas ocasiones especiales. Mi pálido y anguloso rostro se observa enmarcado por una larga cortina de pelo oscuro. Turbado, me siento entre las tumbas y revuelvo mis bolsillos. Corto mi cabello con tijeretazos perpendiculares y oblicuos con la rapidez y la maestría que me han otorgado siglos de experiencia. Observo el resultado, satisfecho. Mis ojos brillan maléficamente y mi boca se curva en una sonrisa dichosa. ¿Cómo serán tus ojos? ¿Serán claros como los del saqueador de tumbas? ¿Oscuros como los del adolescente maya? ¿Cómo serás tú? ¿Sumiso y delicioso como el niño ciego de Jerusalén? ¿O ardoroso, fuerte y violento, como el soldado del rey Darío? Algo desorientado, observo el penoso paisaje que me rodea. Calles mojadas y sucias, luces de fantasía y edificios recortados contra el cielo plomizo. Las avenidas se me antojan sazonadas por un aderezo de decadencia que obligatoriamente tiene que ser pecaminoso. Retazos de música se balancean por las fachadas de las discotecas y los destellos multicolores de los carteles luminosos me ciegan con invitaciones a beber los tragos más extravagantes de la tierra, a gozar de espectáculos de mujeres desnudas y pagar por ratos de ocio en compañía de uno o más amantes. Sonrío, divertido, pero de repente un escalofrío repugnante me hace detenerme frente a uno de los despreciables lugares... ¿Por qué este sitio? Oh, no. No, por favor. ¿Dónde estás? ¿Acaso eres uno de los tres jovencitos que, sutilmente apoyados sobre un muro pintarrajeado, contemplan el ir y venir de los autos con una atención patética? ¿Eres tú como esos jovencitos? Creo que no podría soportarlo. Jamás me he visto en la penosa situación de tener que compartirte, porque la luna sabe, el eclipse sabe, la noche sabe y todas las criaturas nocturnas saben que tú sólo naces para mí y que yo despierto cada cien años para amarte por una noche. ¿Dónde estás ahora? ¿Estás aquí? ¿Desearás ser mío? ¿Tendré que aguardar mi turno? No, no, no. Me estoy volviendo paranoico. Los siglos me han jugado una mala pasada y mi despertar tiene que haber sido sólo un error de cálculo. El presente me desagrada hasta el desconsuelo, pero el futuro sigue una lógica siniestra. Dios mío (porque es evidente que el destino juega a ser mago), ¿dónde está él? ¿Qué vulgar disfraz me oculta su alma? ¿Estará aguardando a su amante ejecutor, allí, tras las ventanas de los burdeles con forma de pastel de cumpleaños? Una lágrima tibia se asoma a mis ojos cuando las cortinas cobran vida y un teatro de sombras chinescas se diluye entre los gritos y el llanto. Una mujer. —Lo siento, querida —le susurro a la noche sangrante—. Mi amor me espera. Le he aguardado por cien años, ¿sabes? La última vez que lo vi fue en la India: trabajaba como voluntario en un hogar de huérfanos que funcionaba en el templo de Kalighat. Era moreno y tenía los ojos verdes. Lo espié mientras se bañaba y él me descubrió. Empezó a reírse y me invitó a hacerle compañía... el resto, supongo que te lo imaginas... ¿Sabes que Kali es la diosa de la muerte, querida? ¿Lo sabes...? Un grito agudo sacude la noche y mis lágrimas fluyen desesperadas. Me alejo corriendo de ese sitio abominable, con los sentidos saturados del aroma de la sangre. Ha comenzado a llover y tropiezo y caigo al suelo cuando la respiración y el aire ya no se ponen de acuerdo. Me acurruco junto al muro, temblando de pavor. ¿¡Dónde estás?!, quisiera gritar, pero la garganta está aún inundada con el sabor de la muerte. Estoy hambriento. —¿Se encuentra bien, señor? Levanto los ojos. Y te veo. Mi sangre hierve en mis venas, mis sentidos se agitan y mi corazón clama ansioso por el tuyo. Eres tú, y me has encontrado. —Sí. Eres un divino ejemplar de macho y calculo que tendrás la misma edad de siempre, la que tenías cuando moriste por primera vez en mi cama y entre mis brazos. Con la sangre oliendo dulce y el altar del sacrificio rezumando el incienso sagrado. Tus ojos relumbran entre miles de alfilerazos de colores y tu cabello se mece, rizado y mojado, haciendo gala de un color muy similar al trigo maduro sobre el que te amé hace trescientos años, cuando el país en el que vivías era tan solo una colonia inglesa... Me sonríes, y me derrito. —Decían que esta noche habría un eclipse de luna, pero me parece que nos han mentido. Te devuelvo la sonrisa. Las noches de eclipse son las favoritas del destino que juega a ser mago. Y las mías también. No hay demonios que espíen nuestros encuentros y que susurren, escandalizados, al ver mi amplio repertorio de posiciones amatorias. Me levanto del suelo, tú no dices nada. Te observo, desnudándote de la camiseta y de los pantalones que se ciñen a tus piernas y tus muslos con una voluptuosidad que me vuelve loco. Como siempre, me provocas sin saberlo, haces que te desee con tan sólo mirarte. Adviertes la lujuria en mis ojos y te muerdes el labio deliciosamente, guardándote la risa que bailotea en tu garganta. —¿Estás solo esta noche? —me preguntas de repente, con una maravillosa y blanca sonrisa que humedeces con la lengua y con los ojos vivos y sagaces abiertos, colmados de seguridad y propuestas sensuales. —No estoy solo —te digo, y tus ojitos parecen apagarse—. Ya estoy contigo. Oigo el vibrar de la risita que se agita en tu interior y tu boca se curva en un gesto de placentera satisfacción. —Tendrás que guiarme, no conozco este lugar —comento, tomando tu cálida mano, mientras caminamos. —No te preocupes, me han contado de varios sitios interesantes —respondes, con una voz que se oculta pícara y divertida. Como siempre, me fascinas. Es extraño e increíble que jamás te veas repetido, que siempre seas diferente. Contemplo las suaves líneas de tu perfil, perfectamente delineado. A pesar de ya tener la edad de un hombre, guardas y me muestras la apariencia de un niño. Te pareces al ciego de Jerusalén y a la vez al esclavo maya. Me confundes, me enamoras, me enloqueces, me torturas. Me echas miraditas traviesas de vez en cuando y yo siento que todo mi corrupto ser se funde entre tus manos como mantequilla. Jamás has sido así, tan tierno y a la vez, tan salvaje. Creo que voy a perder el juicio, si es que no lo perdí ya. ¿A dónde debería ir a buscarlo? ¿Estará bajo las arenas de Menfis? ¿Entre los pechos de la diosa Kali? ¿Entre los escombros del templo de la Pacha mama? ¿O es que tal vez lo he perdido de a poco durante estos cien años de letargo y es ahora cuando voy a recuperarlo, cuando por fin te tenga entre mis brazos y entre mis piernas? —Mnn, ¿qué te parece este lugar? —me preguntas, deteniéndote y haciendo bailar en el aire mi mano y la tuya. Alzo la vista... es uno de los sitios que parecen salidos de un cuento de hadas sin varita, porque la magia se le nota poquísimo.
Última edición por Nimphie el Dom Oct 26, 2008 7:44 am, editado 1 vez | |
| | | Nimphie
Cantidad de envíos : 13 Edad : 35 Localización : Arkham Avenue Fecha de inscripción : 13/10/2008
| Tema: Re: Hoy no hay eclipse Dom Oct 26, 2008 7:43 am | |
| - Spoiler:
—¿A ti te gusta? —Bueno... me dijeron que es barato, pero limpio —y tus pestañas se agitan sensualmente y tu boca se frunce haciéndose un mero moñito de piel. —Perfecto. La puerta del antro se abre en respuesta al timbre y una música cadenciosa y sibilante fluctúa por la sala adornada vulgarmente con tapices de colores, alfombras de piel y sillones surtidos. —Mnn... —te detienes frente al cartel que muestra los precios de las habitaciones y yo sonrío, algo cohibido. Son temáticas. —La que tú quieras —te digo y el conserje alza las cejas y parpadea sorprendido. —¿Qué tal Fantasías en el Nilo? —me dices bajito, para que el conserje no escuche. Un halo de nostalgia me cubre cuando recuerdo la vez que lo hicimos en el Nilo. —Perfecta. Te alegras y saltas en puntitas de pie y yo me río y el conserje tuerce el gesto. Le extiendo una piedra preciosa (no sé qué tipo de dinero se utilice ahora) y el hombre la contempla, azorado, y luego la guarda rápidamente en su bolsillo. Me da una tarjeta de plástico con el nombre del lugar dibujado en letras rosa y me dice: —Cualquier cosa que necesiten... —y señala el teléfono. —Muy bien. Camino junto a ti por un pasillo y te observo bailotear alegremente, meneando las caderas al compás de la música y soltando risitas agudas y nerviosas. —¡Aquí es! —exclamas, ansioso. Me arrebatas el trozo de plástico y lo deslizas por una ranura que sobresale de la puerta. La puerta se abre y las luces de la habitación se encienden. —Guau... Mi sorpresa es muda. Jamás he podido estar contigo en un sitio tan bellamente diseñado, preparado ya sea para el amor o para el sexo o para ambos. Cuando entramos, ambos sobrecogidos, una música oriental comienza a sonar, sensual e incitante, con ese tinte a la vez oscuro y zigzagueante que le hace vibrar en la cima de las voluptuosidades. —¡Genial! —chillas, y entras al lugar saltando y bailando, haciéndole justicia a la música y a tu cuerpo delicioso y esbelto. Das vueltas por entre las cortinas de sedas y tules, riendo como un niño y danzando los tambores mientras tu figura se desdibuja tras los velos de colores y lentejuelas. Yo sonrío cuando te veo, agitado, caer sobre la cama como en hoja muerta—. Ahh —suspiras, y yo me acerco. —¿Te gusta? —te pregunto, revolviendo tus rizos rubios, aún húmedos. Abres los ojos y me miras, con una sonrisa tímida. —Sí... ¿cómo te llamas? —me toca a mí suspirar. Ensortijo mis dedos en torno a tu cabello. —Alex —miento, y tus ojos, las puertas de tu alma, brillan por instante, reconociendo la mentira. Pero entonces, dices: —Yo soy Emmanuel. Emmanuel, Dios con nosotros. Frunzo el ceño y recorro con el índice el gracioso tobogán de tu nariz hasta llegar a tu boca. Separo tus labios y la tibia humedad que allí encuentro me incita a, por fin, probar el nuevo sabor que tus veinte años han sazonado para mí. El beso es caliente y húmedo y te aferras a mi cuello para que no te suelte. No te soltaré. He tenido que esperar tanto para tenerte aquí por fin. Aquí, con mi lengua enredándose con la tuya, tus dedos jugando por mi pelo, tu calor y el mío confundiéndose en uno solo, la multitud de aromas que navegan por tu piel... Te deseo, Emmanuel. Deseo tu cuerpo de niño y tus palabras de hombre, que toda esa pasión dormida que guardas por tus rincones más tiernos se ponga en ebullición y hierva conmigo. —Mngh... qué dulce eres —te digo al oído, y te estremeces—. Y hueles tan bien... Recorres mi espalda con tus manos calientes y presurosas y suspiras, regodeándote, con los sentidos desbocados y transformados sólo en el enfebrecido receptor de mis atenciones. Ríes. —Lo dices como si fueras a comerme... —Voy a comerte, voy a saborearte, voy a devorarte... —y te muerdo el cuello, sintiendo uno tras otro los estremecimientos exquisitos que te provoca. —Ahhh... —jadeas—. Tienes experiencia, ¿verdad? Entreabres tus ojitos de niño y me miras, suplicante. —Sí —y esta vez no miento. —Qué b-bueno —y cierras los ojos, como avergonzado—. T-ten cuidado. —Lo haré. Te amo. Entonces abres nuevamente tus ojos de diamante, con el bello ceño contraído. Sonríes, indulgente. No he mentido, Emmanuel. Te amo. Te amo desde los primeros tiempos, desde el comienzo de la vida, cuando el mundo se alzaba vivo y fragante y el sol iluminaba la tierra. Alzas los brazos y te quito la camiseta. Tu pecho queda transformado en una criatura muy blanca y muy suave, tenuemente acariciada por las luces de colores del candelabro, que cuelgan como los caramelos de las ferias. Me inclino hasta tu pecho aterciopelado y lamo un pezón tibio y carnoso. Arrastras los dientes por tus labios, para no emitir sonido. —Déjame oírte, precioso —te pido. Me miras, inquieto y acalorado—. Por favor —paseo las manos por tu cintura y llego hasta los pantalones. Ya allí, acaricio con ternura tu sexo, por encima de la tela. Te agitas más y cuando lo presiono, gimes—. Eres tan tierno. —Fóllame ya... Algo en mi interior parece romperse, hacerse trizas, desmenuzarse como un tumor o un coágulo de sangre. No. ¡No! ¡¿Por qué el mago del destino tiene que ser tan cruel conmigo?! ¿Por qué no puede perdonar mi pecado, si mi pecado nace de un lugar más profundo que cualquier otro indefinido sentimiento? Mi pecado es amar a este ser lascivo que no quiere de mí más que la satisfacción carnal y gozar de la experiencia de un sexo perfeccionado por siglos de práctica. ¿Por qué no me amas? ¿Acaso ya no te he demostrado que puedo seguirte por el mundo sin importar bajo qué cielo te dé a luz una mujer tan humana como aquella Eva que también fue mi madre? ¿Por qué, Abel? ¿Por qué, después de miles de años, no entiendes mi amor? Y es que no puedo imaginarme la vida (o mi perpetua muerte) sin la sola fugaz presencia de tu alma y tu cuerpo, cada cien años, cuando por fin puedo verte de nuevo, cada vez más hermoso, cada vez más perfecto. Abel, te amo. Y estoy cansado de ser un vagabundo que suplica por tristes despojos de un cariño ficticio, porque el erotismo casi nunca es amor, y lo que tú quieres ahora no es más que eso. —Voy a hacerte el amor, preciosura, no a follarte. —¿Mngh? —Bueno, llámalo como tú quieras... después de todo, el mecanismo es el mismo. Te desnudo lentamente, como quien descubre una fruta deliciosa. Tus piernas tersas y bien torneadas, de muslos elásticos, se abren, casi por instinto, invitándome a disfrutarte, a arrasarte, a volcarme y derramarme en ti. Tironeo del elástico de tu ropa interior y chillas muy agudo. Nos reímos, me derrumbo sobre ti y sigo besándote, deslizándome como un felino hambriento sobre su presa. Ya te lo he dicho: voy a devorarte. Serás mi alimento, mi sacrificio. ¿No es eso lo que quieres? Tironeas de mi cinturón y lo desabrochas nerviosamente. Me quitas los pantalones y contemplas con temor eso que tú mismo has provocado. Ya te lo he dicho: siempre me excitas. Aferro tu sexo, hinchado, erguido. Jadeas. Te separo más las piernas, para hacerme sitio entre ellas y con una mano sosteniendo tu miembro erecto y la otra, masajeando con fruición tus muslos, me inclino y engullo tu erección de un bocado. Ya te lo he dicho: voy a devorarte... Te revuelves y gimoteas y yo me relamo del gusto de verte así, desesperado y ardoroso, con tu cuerpo poseído por todos los demonios lujuriosos que cohabitan con la noche. Cuando saboreo los primeros jugos, me lo quito de la boca y lo observo detenidamente mientras le obsequio las primeras lamidas. Tiene su buen tamaño, es más grueso que el del niño ciego, pero más afilado que el del joven maya. Succiono con avidez la gloriosa punta y te arqueas, muerto de placer, rindiéndote ante mi boca hábil y golosa. Para enloquecerte más, abandono tu sexo y comienzo a mordisquear la piel de tus muslos, salados y sabrosos. Entonces abres los ojos y me miras, sollozante y con la respiración desarticulada. Me recorres, con la boca abierta y tu lengua se asoma apenas, serpenteando entre tus dientes. Sonrío, y me tumbo a tu lado. Te incorporas y te desplomas sobre mí, intercambiando calor, sudor y delirios. Tu sexo se frota con el mío, incitándolo, y le susurra húmedas propuestas en el íntimo idioma de la carne. Me besas el cuello y tus manos buscan ciegamente mi excitación, que roza la tuya. La acaricias con suavidad, y resoplo de puro gusto. —Vamos, suéltate... relájate —te digo. Echo la cabeza hacia atrás y cierro mis ojos, para no incomodarte. Entonces jadeo. Comienzas a usar los labios y la lengua, y la tibia humedad que se balancea por mi miembro me hace perder la razón de a poco, como si me la succionaras directamente de allí y la mezclaras con tu saliva. Te tomo por los hombros y te atraigo otra vez hacia mí para besarte de nuevo, estrecho tus caderas, masajeo tus nalgas dispuestas y comienzo un lento vaivén de ir y venir por este carnoso acceso a la cueva de tus maravillas. Voy a saquearte y a dejarte exangüe. Voy a abrazarte con mi lujuria, a arroparte con mi amor, y juntos remontaremos vuelo hacia un paraíso privado. Y luego... caeremos juntos, agotados, exhaustos, sudados y satisfechos. —Mnghhh... Me río de tan solo oír tu garganta entonar el himno más depravado que he escuchado en toda mi existencia. Ahora eres sólo tú. Ya no eres Emmanuel, eres Abel, eres el ciego, el esclavo y el guerrero. Eres mi condena y a la vez, mi único soplo de vida. Ya te lo he dicho: te amo. Te tumbo de espaldas y voy penetrándote lentamente. Cierras los ojos y te muerdes los labios y yo lucho por no cerrar los míos: quiero verte, memorizarte. Empujo, y te sacudes. Con cuidado, me deslizo por tu interior, atento a tus gestos, a los temblores de tu voz. Aguardo, y cuando te oigo suspirar, empiezo. Si pudiera grabar en mi memoria cada jadeo, si pudiera guardar en frascos rotulados cada gota de sudor, cada gota de semen... me pasaría los cien años rememorando una y otra vez cada noche que he pasado contigo. Pero no puedo y eso me desespera. Y no puedo porque en estos momentos únicos y preciosos que puedo gozar junto a ti, en lo último que podría pensar es en incoherencias banales. Prefiero disfrutar el momento, hacerles un sitio en mi corazón y recordarlos así, tal como ahora. Sonríes y abres los ojos y nuestras miradas se encuentran por fugaces instantes, ofuscadas por el velo del deseo y el sexo, y en mi caso, mi amor. ¿Cómo puedo soportar que mientras que yo te estoy amando, tú tan sólo tengas sexo? Eso es algo que no he podido responderme aún, pero que sin embargo es cierto. Puedo con ello. Y puedo porque sé, en mi interior, que fui el culpable de que el mago del destino nos desterrara del Edén y nos condenara a una existencia miserable. Nuestro amor era pecaminoso y las consecuencias, lamentables. Por eso espero. Por eso aguardo la noche en que despierte y pueda oír nuevamente las declaraciones de amor que me hacías en aquellos tiempos. Nuestras respiraciones juegan a estrangularse y me acerco a tu boca sólo para disfrutar mejor el orgasmo. Polarizar las sensaciones no es mi preferencia. Tus labios me reclaman y dejo caer entre ellos una solitaria gota de sangre. Dentro del beso, te obligo a deglutirla. Veo que te sofocas y me aparto, aún embistiendo dentro de tu cuerpo con la misma violencia. Y entonces, cuando las mareas del clímax comienzan a arrastrarte, gritas mi nombre: —¡Caín! Y yo estallo. Exploto, como un volcán en erupción, como una galaxia o como un cúmulo de estrellas. Me precipito sobre ti, sollozando. —Abel... mi amor, Abel... —Caín... Ahh, Caín... otra vez, ¿por qué? —Porque te amo, por favor, ven conmigo... Y mientras el ritmo frenético y acompasado aminora, clavo mis colmillos en tu garganta tierna. Tus brazos presionan mi cabeza, empujándome contra la ya profunda herida. Tu sangre es cálida, embriagadora y vital, me sacia a la vez que me deja deseoso de más. Bebo el dulce elixir directamente de tus venas, de tu cuello terso y pálido, mientras te entregas a mí en cuerpo y alma. De pronto recuerdo tus muertes anteriores... tus cuerpos débiles, salpicados de pequeñas imperfecciones. Y te veo ahora, sonriendo con suficiencia mientras la vida se esfuma de tus ojos. Y llevándome la muñeca a la boca, dejo que mi sangre brote, imperiosa. —Bebe, Abel — exclamo, con urgencia. Mas tú niegas con la cabeza. Débilmente, alargas un brazo y me acaricias el rostro. —Será la próxima vez, Caín. Me encontrarás. Espérame. Te prometo que la próxima vez seré perfecto. Y entonces sí, podré ser para siempre tuyo. Por toda la eternidad.
Cuando atravieso de nuevo el salón, el conserje me observa con atención. No levanto la mirada, me alejo de allí y dejo que las callejuelas sucias y degeneradas me arrastren nuevamente hacia donde el mago del destino diga. El destino juega a ser mago y el futuro sigue una lógica siniestra. Abel ha muerto otra vez y yo me encuentro solo en este mundo plagado de úlceras y demonios. Con lágrimas en los ojos, recuerdo la noche del primer sacrificio, cuando el pecado nos empujó hacia la condena que ahora ambos padecemos. Cien años más, ¿podré soportarlos? Sí, lo haré. Y lo haré porque mi amor por Abel sigue intacto y porque sus palabras antes de morir han sido el agua que ha lavado las heridas de mi alma. Alzo la mirada hacia el cielo y allí la veo: la luna, rodeada de los demonios que se burlan y parlotean sin cesar… Porque Abel lo ha dicho y tenía razón: esta noche no hay eclipse.
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| | | Candy002
Cantidad de envíos : 42 Edad : 32 Fecha de inscripción : 12/10/2008
| Tema: Re: Hoy no hay eclipse Sáb Nov 01, 2008 2:10 pm | |
| ADORÉ este trabajo. Amé la pasión de Caín, el cariño de Abel y la maldición que ambos cargan, amándose de esa manera eternamente.
La presentación es impagable. Genial y llena de una sensualidad para enrojecer la cara. | |
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| Tema: Re: Hoy no hay eclipse | |
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| | | | Hoy no hay eclipse | |
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