La Niña

Sonries. Te da mucha gracia.
Lo arrastras por el suelo, haciendo de cuenta que es un auto. ¡Cómo te gustan los autos! Pero mamá dice que no son para niñas, y que no te va a comprar ese tan bonito que viste ayer, en la tienda, azul eléctrico que hace chispita.
¡Qué lindo que era!

Todos te miran con curiosidad. Supones que tu madre tiene razón y es raro ver a una niña jugar a los autitos; pero no te importa, nunca lo hizo.
Tu madre viene y te levanta. Te reprocha en silencio haber ensuciado el lindo vestido blanco que traes puesto, ese que te gusta tanto con flores rojas.
No importa, sabes que tu abuela lo lavará bien, siempre lo hace.

La gente empieza a murmurar a tu alrededor. Supones que tu madre hizo algo, quizás.

Recuerdas eso con melancolía.
Todavía esa niña está dentro tuyo; a veces la sientes reir alegremente cuando te topas con algo divertido, y hasta se te escapa una carcajada por tus labios. Pero sabes que si sale a relucir mucho, otra vez volverá a pasar todo y sufrirás. Te volverás tierna y malvada, lo sabes. Y no lo deseas.

La retienes con cadenas de letras a su piel, por dentro, para que no la vean. La callas con un lápiz, una hoja y fuego. Le retas cuando te encierras en el baño y gritas. O cuando pones la música a todo lo que dá el pobre estereo y cantas.

Pero cuando lo haces, la niña se retuerece y quiere salir. Y sabes que, a veces hay que dejarla ver la luz, porque, sino, empieza a rasguñar y lloras. Y no te importa ya, porque solo quieres que pare.

En cuando desatas sus manos te arrepientes, te preparas y te muerdes el labio. Sabes que hará travesuras, que te divertirás como siempre y que, cuando la tengas que volver a encerrar, dolerá mucho. Y te pondrás fría y dura, que el pecho te dolerá y que costará respirar.

El precio de ser quien eres.

Pero, al final de cuentas, no importa.